martes, 23 de septiembre de 2014
El tiempo pasa y la estela de
NIRVANA sigue haciendo ruido. Mientras
en la Argentina se distribuyó los polémicos Diarios de Kurt Cobain, este año ya
van muchos años de la salida del disco Nevermind, el disco que marco a fuego el
mapa musical de los 90.Motivos suficientes para abrir el cajón de los recuerdos
y rescatar un encuentro inédito con el grupo.
Nirvana fue el último embajador
universal del rock. Nevermind(91), su punto más alto, provoco un sismo sin precedentes
en la industria de la música; los grupos de la escena independiente, aquéllos
que realmente tenían algo que decir y parecían destinados al anonimato,
acapararon el interés de las grandes compañías. Su operación no fue
intencional, sino más bien milagrosa: Nirvana popularizo lo que hasta entonces
siempre se había mantenido en las sombras. Las pautas comerciales dejaron de
ser pautas y, de pronto, el rock volvió a mostrarse electrizante y visceral.
Claro que el trio de Seattle no salió de la nada: Pixies hizo lo mismo antes y
mejor. Dinosaur Jr, tenía un sonido más genuino y Sonic Youth era diez veces más
interesante. Nirvana no invento la pólvora, pero apretó el gatillo. Y por eso
se transformó en la mejor traducción para las masas del denominado “Rock
Alternativo” (“indie rock”) A su vez, la figura de su atormentado líder, Kurt Cobain,
logró condensar todos los estereotipos atribuidos al rockero de espíritu
rebelde: sensible, irreverente, rabioso, marginal, millonario, drogadicto y ,
finalmente, martirizado. Sus canciones traspasaron todo tipo de fronteras y se
convirtieron, probablemente contra su voluntad. En himnos de una generación entera.
Está claro que Nirvana no tenía un plan de acción para llegar a la fama, o al
menos no para hacerlo de manera tan abrupta. El grupo de Cobain creció con más
curiosidad que calculo y, a corto plazo, se encontró con eso que muchos otros
buscan desesperadamente durante años. Entonces, como aquel al que la situación
lo toma por sorpresa, las cosas se le terminaron yendo de las manos. El éxito,
antes visto como una incógnita, se había transformado en su peor pesadilla. Así
se encontraba Nirvana al momento de conceder esta entrevista exclusiva en
seattle, en agosto de 1993,poco antes de la edición de In Útero, su tercer y último
disco de estudio. Las palabras de Kurt dan cuenta entonces del trastorno
provocado por ese auge planetario: “El grupo se había convertido en un monstruo
y ya no podíamos controlarlo”. Pero también disparan señales de entusiasmo (“Deseo
hacer otro disco lo antes posible, ya tengo algunas canciones esperando”) y,
sobre todo, revalidan su compromiso artístico (“Nunca habrá un disco malo de
Nirvana... Antes mataremos al grupo”).
Cobain no estaba hecho para resistir el peso de la fama. Y eso es lo que confirman varias de las anotaciones personales que aparecen bajo el título de Diarios (libro distribuido en Argentina por Mondadori).Entre cartas y bocetos de canciones, el líder de Nirvana plasma su ira, a su angustia, su empatía y su sentimiento de culpa. Habla de su adicción a las drogas, de su extraña enfermedad estomacal y de lo mucho que le irritaba el éxito, el corporativismo, la discriminación sexual y el poder de los medios. Sin embargo, en las páginas que aluden a los primeros años del grupo, se evidencia cierto hambre de gloria. Por entonces había una necesidad de reconocimiento: Kurt quería que sus canciones trascendieran. Quería tomar distancia de la mediocridad, vengarse secretamente de todos aquellos que lo veían como un fracasado. Quería, sobre todo, abandonar parte de su pasado y rehacerse arriba de un escenario o en un estudio de grabación. Ese círculo de contradicciones delinea bastante bien su pensamiento y su comportamiento. Una idea que queda manifiesta en sus ensayos (“Mis letras son un montón de contradicciones”) que ronda sus temas (“Tomate tu tiempo/ no llegues tarde”, canta en Come As You Are) y que, de paso sirve para inaugurar este libro (“No leas mi diario en mi ausencia. OK, ahora me voy a trabajar. Esta mañana, cuando te levantes, por favor lee mi diario. Registra mis cosas y trata de entenderme”). Kurt Cobain jugaba con los antagonismo, pasaba de un extremo al otro: adoraba las canciones perfectas con estribillos pegadizos, pero también solía incrustar su guitarra contra el amplificador para propagar una avalancha de acoples. Luego, cuando todos esperaban su gesto salvaje, era capaz de cerrar un concierto con guitarras acústicas y violonchelos. Hoy, a más de veinte años después de ese huracán llamado Nevermind, su mundo privado se vuelve cada vez más público y arroja una sensación fatal: saber que no hay vuelta atrás. El daño está hecho.
Cobain no estaba hecho para resistir el peso de la fama. Y eso es lo que confirman varias de las anotaciones personales que aparecen bajo el título de Diarios (libro distribuido en Argentina por Mondadori).Entre cartas y bocetos de canciones, el líder de Nirvana plasma su ira, a su angustia, su empatía y su sentimiento de culpa. Habla de su adicción a las drogas, de su extraña enfermedad estomacal y de lo mucho que le irritaba el éxito, el corporativismo, la discriminación sexual y el poder de los medios. Sin embargo, en las páginas que aluden a los primeros años del grupo, se evidencia cierto hambre de gloria. Por entonces había una necesidad de reconocimiento: Kurt quería que sus canciones trascendieran. Quería tomar distancia de la mediocridad, vengarse secretamente de todos aquellos que lo veían como un fracasado. Quería, sobre todo, abandonar parte de su pasado y rehacerse arriba de un escenario o en un estudio de grabación. Ese círculo de contradicciones delinea bastante bien su pensamiento y su comportamiento. Una idea que queda manifiesta en sus ensayos (“Mis letras son un montón de contradicciones”) que ronda sus temas (“Tomate tu tiempo/ no llegues tarde”, canta en Come As You Are) y que, de paso sirve para inaugurar este libro (“No leas mi diario en mi ausencia. OK, ahora me voy a trabajar. Esta mañana, cuando te levantes, por favor lee mi diario. Registra mis cosas y trata de entenderme”). Kurt Cobain jugaba con los antagonismo, pasaba de un extremo al otro: adoraba las canciones perfectas con estribillos pegadizos, pero también solía incrustar su guitarra contra el amplificador para propagar una avalancha de acoples. Luego, cuando todos esperaban su gesto salvaje, era capaz de cerrar un concierto con guitarras acústicas y violonchelos. Hoy, a más de veinte años después de ese huracán llamado Nevermind, su mundo privado se vuelve cada vez más público y arroja una sensación fatal: saber que no hay vuelta atrás. El daño está hecho.